miércoles

Ritos iniciáticos.

Microrrelato ganador del primer premio de un concurso organizado por el foro de aficionados a la fantasía en 2020. Consistía en escribir un texto de entre 500 y 2500 palabras con partir, raza y comer.

Apenas hubo el Sol mostrado su enardecida tez y extendidos los primeros rayos de su mirada, comenzaron su peregrinaje. Partir al alba era la mejor de las opciones para así evitar la oscuridad y los desconocidos peligros que encierra en su frío abrazo la noche, pero lo cierto es que eso no hacía más placentero el fastidioso y largo caminar. Resignados y compungidos, dejaron atrás la somnolienta aldea y emprendieron su marcha hacia la montaña sagrada de Erhomen dejándose engullir por la espesura del bosque de Goltheren. Para los dos jóvenes además de una pesada caminata de un largo día por el bosque, era el momento que partiría su vida en dos, marcando el inicio de su edad adulta. Tras esto, la infancia quedaría descartada, mutilada, arrojada al olvido como se arrojan las vísceras del conejo cuando después de desollado se le va a poner al fuego.


       El viaje a través del laberinto de árboles de ramas entrelazadas se desarrolló prácticamente en silencio, como parte del ceremonioso ritual, pero a la vez, como reflejo del profundo disgusto que el viaje les producía a todos.


       Nurah supo lo que se le venía encima cuando días atrás contempló con asombro sus ropajes manchados de sangre tras la siesta bajo aquel árbol. Llena de confusión, con sus manos ensangrentadas, la dura y severa mirada que le devolvieron sus padres cuando corrió preocupada a contárselo le anunciaron el cambio que se avecinaba.


       Pero Corhen aún no entendía qué hacía él allí, si todo lo que anhelaba en su vida era perseguir ardillas y acurrucarse en el regazo de su madre por las noches. Todo esto había llegado sin avisar y una nube negra y espesa cruzaba su mente intentando dilucidar qué podía haber pasado.


       Para Urhanam no era la pesadez de sus ancianas piernas. Ni el escozor de la pintura ceremonial en su cara, de arrugas surcada. Tampoco la carga a sus espaldas del petate con los pertrechos para la jornada. Al menos, no solo eso. Lo que le apesadumbraba a ella era tener que repetir Las Palabras y arrebatar a esos chiquillos su niñez. Que fuera totalmente necesario no lo hacía más llevadero.


       Llegaron a los pies de Erhomen con el atardecer teñido de rosa por el sol herido de muerte cayendo en el olvido. El sinuoso y escarpado sendero que se abría ante sus ojos marcaba la última etapa. Tras unos minutos de ascender, a ratos ayudados también por sus manos, el camino terminó ante la gran entrada a una cueva. Antes de cruzar su umbral, Urhanam rebuscó en su petate una antorcha que encendió con gran soltura y habilidad a pesar de sus huesudas manos. Con un gesto, dio paso a los niños a una pétrea cámara abovedada, con el suelo de tierra y totalmente limpia de maleza o de cualquier resto humano o animal. La antorcha les permitía ver las dimensiones de la caverna y cómo parecía estar extrañamente pulida aunque no dejaba de ser de piedra viva. Enseguida captaron su atención las pinturas que parecían trepar por las paredes y llegar hasta el techo. “¿Cómo han llegado hasta allá arriba?”,susurró Corhen. “Calla, enano”, espetó Nurah escudriñando esas imágenes en un intento de hallar en ellas algún sentido o significado.


       En la parte central de la estancia se hallaba lo que parecía un pozo de unos 8 codos de diámetro delimitado su perímetro por unas piedras formando una muralla de 2 pies de alto. El silencio, sepulcral.


       Ignorando el gran agujero, a la trémula luz de la antorcha, Urhanam empezó a hablar:


           “Corhem, Nurah, escuchad con atención, porque vais a oír Las Palabras y es muy importante para nuestro pueblo que lo hagáis, porque no sabemos escribirlas como lo hacen las gentes que habitan más allá de Erhomen. Es muy importante, porque estas palabras no se pueden perder y un día, cuando yo me entregue al sueño del que no se vuelve, alguno de vosotros tendrá que venir aquí y pronunciar Las Palabras a los que lleguen después. Así ha sido invierno tras invierno: el más anciano viene aquí y les dice Las Palabras a los nuevos adultos.”


       Nurah y Corhem miraban con atención a la anciana. Sus corazones estaban acelerándose y sentían cómo, poco a poco, una emoción desconocida iba abriéndose paso en sus entrañas. Urhanam tomó airé y siguió:


           “Tenéis que saber que las cosas no siempre fueron así. Antes, mucho antes de que nacierais vosotros o que naciera yo. Antes incluso de que existiera Erhomen, la montaña sagrada, para nuestro pueblo todo era una interminable pesadilla. La tierra la poblaban Los Primeros. Seres sin alma, incapaces de amor ni compasión. Mentes vacías de toda idea y voluntad que no fuera alimentarse.  Los seres humanos nacíamos y moríamos presa de los designios de Los Primeros, sometidos a sus perversos planes y atroces e inenarrables caprichos. Nos criaban como animales y no gozábamos de más consideración que un pez, un ciervo o un ave. Pero no éramos sus mascotas ni sus criados. Ni siquiera sus esclavos. Éramos su comida, escuchadme bien, ¡éramos su comida! Cada día, cada noche, estación tras estación, se secaron océanos y emergieron otros y nosotros nacíamos y moríamos atormentados, torturados y alimentando a Los Primeros que nos devoraban sin compasión. Pero un día todo cambió. Un día la Raza de la Gente de Plata bajó de la Luna y nos liberó del yugo de esas bestias. Ellos conocían Las Palabras y con ellas, sumieron a Los Primeros en un profundo sueño y les sometieron. Desde entonces, las montañas como Erhomen que recorren el mundo son su eterno lecho. La Raza de la Gente de Plata conocía Las Palabras para dormir a los Primeros. La Raza de la Gente de Plata era más antigua que ellos. La raza de la gente de plata tenía el poder, pero no la paciencia. Así que al igual que vinieron, se fueron. Pero antes, nos enseñaron Las Palabras y nos enconmedaron repetirlas para que el sueño de Los Primeros no terminara”.


       Las lenguas de fuego de la antorcha se estremecieron misteriosamente, pero en la cámara no había la más mínima corriente de aire. La llama se agitaba como así lo hacía el corazón de los niños, a punto de convertirse en adultos. La incipiente emoción que empezaron a sentir momentos antes amenazaba con desbordarse por sus ojos en forma de lágrimas. Nurah empezó a intuir que se trataba de puro y genuino terror, pero Corhem sólo podía identificar una invisible garra atenazando su garganta.


       Un lejano zumbido empezó a emerger del pozo y todo empezó a temblar muy débilmente.


       Urhanam puso los ojos en blanco, sujetó la antorcha con ambas manos y la alzó sobre su cabeza, se encaramó al pozo y gritó:


           “¡¡VASTACLIS GONMERON ULUMUROL!!”.


       La calma y el más absoluto silencio volvieron a dominar  apenas un instante.


       La anciana volvió otra vez su rostro hacia los jóvenes y dijo:


           “O algo por estilo, que tampoco creáis que me acuerdo muy bien”.


       Entonces, el zumbido y el temblor volvieron, cada vez más y más cercanos e intensos.

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